España presume de cifras de crecimiento, pero la realidad para millones de ciudadanos sigue siendo la misma: salarios estancados, precios desbocados, no hay vacaciones y un horizonte económico que se tambalea al ritmo de decisiones improvisadas. Mientras los mercados se agitan y los sectores productivos luchan por sobrevivir, la clase política, de todos los colores, continúa jugando a la estrategia electoral permanente, más preocupada por titulares fáciles que por soluciones reales.
La ineficacia se viste de debate parlamentario, los anuncios grandilocuentes se desinflan en cuestión de días y las reformas estructurales, esas que prometen modernizar el país, nunca llegan. Cada nuevo informe económico que alerta sobre la pérdida de competitividad o la falta de inversión productiva pasa por el Congreso como si nada. El ruido político ahoga cualquier intento serio de planificación y la ciudadanía asiste, cada vez más harta, a un espectáculo repetido donde las ideologías sirven de excusa para encubrir la incompetencia colectiva.
España no necesita más discursos vacíos ni planes a medio escribir; necesita que alguien, de una vez, coja el timón con visión y valentía. Pero viendo la semana que dejamos atrás, la pregunta es inevitable: ¿quién de esta clase política, sin distinción de colores, está dispuesto a gobernar pensando en el país y no en su propio sillón? Porque, por ahora, la respuesta parece clara: nadie.
España presume de cifras de crecimiento, pero la realidad para millones de ciudadanos sigue siendo la misma: salarios estancados, precios desbocados, no hay vacaciones y un horizonte económico que se tambalea al ritmo de decisiones improvisadas. Mientras los mercados se agitan y los sectores productivos luchan por sobrevivir, la clase política, de todos los colores, continúa jugando a la estrategia electoral permanente, más preocupada por titulares fáciles que por soluciones reales.
La ineficacia se viste de debate parlamentario, los anuncios grandilocuentes se desinflan en cuestión de días y las reformas estructurales, esas que prometen modernizar el país, nunca llegan. Cada nuevo informe económico que alerta sobre la pérdida de competitividad o la falta de inversión productiva pasa por el Congreso como si nada. El ruido político ahoga cualquier intento serio de planificación y la ciudadanía asiste, cada vez más harta, a un espectáculo repetido donde las ideologías sirven de excusa para encubrir la incompetencia colectiva.
España no necesita más discursos vacíos ni planes a medio escribir; necesita que alguien, de una vez, coja el timón con visión y valentía. Pero viendo la semana que dejamos atrás, la pregunta es inevitable: ¿quién de esta clase política, sin distinción de colores, está dispuesto a gobernar pensando en el país y no en su propio sillón? Porque, por ahora, la respuesta parece clara: nadie.